lunes, 16 de octubre de 2017

Vení Cuchi, vení

Tengo un don muy peculiar, al menos para mí.  Poseo la habilidad de apropiarme de un acento en muy poco tiempo, horas, máximo un día o dos, además de aprender rápido los vocablos locales y expresiones idiomáticas más usadas.  Me resulta hilarante cuando la gente comienza a despotricar contra los habitantes de CDMX, llamados "chilangos" en provincia sin saber que yo lo soy.  Y cuando encuentro el momento clave y sumamente bochornoso para el interlocutor, lo revelo.  Como defensa suelen decir: "Pero es que en verdad que no lo pareces, no tienes el acento".  Cualquiera diría que lo desarrollé como medio de supervivencia al mudarnos, pero no.  Lo poseo sin tener memoria desde cuando.

Entre mis memorias más antiguas (no sé si propias o creadas) recuerdo los viajes a ver a los abuelos salvadoreños.  En la larga travesía de llegar a ese minúsculo país centroamericano de donde proviene mi padre, podía escuchar una mezcolanza de acentos veracruzanos, chiapanecos, guatemaltecos y finalmente salvadoreños.  Era capaz de imitar a la perfección al aduanero que nos pedía los pasaportes, a las vendedoras de jugos, pupusas y tortilla con gallina de la frontera entre Guatemala y El Salvador.  Podía ir a las tiendas y al mercado de Santa Ana con mi abuela y pasar como local sin ningún trabajo y escuchar que le preguntaban "Niña Paquita, ¿Qué su nieta no era de México?"

En uno de tantos viajes en los famosos y nunca bien ponderados autobuses Cristobal Colón tuve la fortuna de que mi carácter extrovertido de niña  y las canciones del kinder me ayudaran a conocer a una familia guatemalteca que regresaba de México después de realizar las compras para la fiesta de XV años de su hija mayor.  De ese encuentro surgió una amistad que perdura entre nuestras familias hasta el día de hoy y volvió a la ciudad de Guatemala una parada obligatoria, una segunda casa a la cual llegar.   En cuestión de un día, ya era de ahí, ya le decía "Vení, Cuchi, Vení" a la vecinita de nuestros amigos.

Puedo ir a visitar a la Tía regia que adoro y al poco tiempo, ya digo huercos, ya tengo el cantadito norteño del Piporro y además lo disfruto.  De vacaciones en mi ciudad natal logro mimetizarme cambiando el tono norteño con el que siempre me preguntan si estoy enojada por el cantadito gracioso tan característico.  Y si, hasta los de la Condesa tienen un acentito particular, yo lo noto.

Ahora ando escuchando a unos argentinos y juro que me he sorprendido diciendo una sarta de barbaridades con ese acento mientras manejo,  que supongo que son el pan de cada día para un argentino promedio pero que si un día me llegara a escuchar mi padre, diciendo "sos un hijo de puta" me vuelve a lavar la boca con jabón como aquel día.

A pesar y por todo, debo confesar que me gusta mucho poseer esa habilidad, es divertido sentirse local, quizás sea que me gusta la pertenencia, que me gusta ser, al menos por un ratito, de ese lugar.  Porque vamos, seamos honestos; a todos nos gusta jugar de local.


No hay comentarios: