viernes, 14 de octubre de 2016

Juegos de infancia.

Aún recuerdo esas tardes soleadas de mi infancia.   Después de comer, comenzaba el ritual de limpiar la mesa y prepararla para comenzar con los juegos.
Si bien, no se si fue una costumbre de siempre, de toda la familia, o si fue una forma de sentirnos en casa en una tierra nueva.

Solo recuerdo que cuando jugábamos en familia, nunca faltaban las risas y las palomitas.  Mientras nosotros preparábamos la mesa, mi madre ponía a saltar en la olla, el maíz que habría de convertirse en la botana.

Recuerdo vagamente cuando vivía en la Ciudad de México que jugábamos con tíos y primos, sentados a la gran mesa que un día hiciera mi abuelo para que todos sus hijos cupieran.

Risas y chistes, acusaciones de trampa, siempre se escuchaban las fuertes carcajadas fuera de la casa.
Al llegar a esta ciudad, recuerdo haber sentido la soledad, el no conocer a nadie, el sentirme encerrada en un lugar nuevo.

En ese entonces éramos tres, solo nosotros tres.  Mamá, mi hermano y yo, en una tierra tan lejana y desconocida.  Sin saber a dónde ir o que hacer.

Entonces, mi madre sacaba uno de los juegos de mesa.  Loterías, damas chinas, había tantos de dónde escoger.
Y así pasábamos nuestras tardes solitarias.
Poco después, comenzamos a conocer a las personas que nos rodeaban y de cuando en cuando venían de visita a la casa.  Entonces, les invitábamos al nuestro tiempo de juegos.

Poco a poco se fue haciendo conocido nuestro gusto por los juegos que muchos de nuestros amigos y vecinos venían ya a esa hora, sabiéndolo de antemano y se unían al juego en turno.  Había incluso ocasiones en las que hubo que hacer votaciones para elegir el juego y como se conformarían los equipos cuando se excedía el numero de participantes.

Pasamos de ser tres solitarios en una casa casi vacía, a tener que poner tablas entre las sillas para que jugaran más de 15 personas.  

Los juegos trajeron amigos, los amigos risas y luz.  Se acabó la soledad y fue entonces cuando este lugar nuevo e inhóspito se volvió mi hogar.

Crecí y los juegos permanecieron en mi vida.  Con mi esposo y nuestros amigos pasábamos tardes y noches divertidos en medio de algún juego de mesa.  Reímos, gritamos, nos acusamos de trampa.  Igual que en los días de infancia.


Hace poco llegué con mi familia a la casa de mis padres.  Después de la comida, mi madre llamó a mi pequeña de tres años y le mostró una sorpresa:  “Mira Abi, mira lo que te compré.   Es una lotería.  Ven, ven conmigo, te enseñaré a jugarla”.  Mis días de infancia se asomaron de entre mis recuerdos.  Con una sonrisa comencé el ritual de limpiar la mesa y prepararla para comenzar un nuevo juego.

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