miércoles, 26 de octubre de 2016

Palabras.

A veces mis palabras se acumulan.  Se quedan guardadas dentro de mí, temerosas de no encontrarte a la salida.
Quisieran ser aves libres, cuyas alas les lleven lejos, les dejen sentir la brisa les guíen a la libertad.  Les lleven a ti.

Otras veces quisieran ser viento, acariciar tu rostro, jugar con tu cabello.  Viajar en cualquier dirección hasta llegar a tu oído y quedarse en tu alma por siempre.

Quizás sea que se sienten solas.  Quizás sea que extrañan a las tuyas.  Tus palabras alegres, luminosas, cantarinas como claro arroyuelo que lleva vida, que acaricia la tierra.

Ven y entrelaza de nuevo tus palabras con las mías.  Hace tiempo que no se llaman, que no se encuentran.  Únelas con las mías en una danza sin fin.

Ven conmigo y escribamos juntos historias nuevas.

viernes, 21 de octubre de 2016

Letras.

Antes pensaba que habitabas en mis palabras.  Que saltabas de una a otra acariciando cada letra con tus manos al moverte entre ellas.
Me gusta cuando duermes cobijado entre mis letras, cuando te ves reflejado en ellas y te encuentras.

Si, yo pensaba que vivías en mis letras y por ello era ahí donde te encontraba.  
Entonces temí dejar de escribir. Temí dejar de verte en cada una de ellas. Me aterraba la idea de que desaparecieras si dejaba de escribirte.

Entre texto y texto mi prosa te dibujaba, mis letras te acariciaban, mecían tus cabellos, cerraban tus ojos para que soñaras.

Luego sucedió.  Los afanes cotidianos se robaron un tiempo mis palabras.  Hubo días que no pude plasmarte. Pero seguiste ahí.  No desapareciste.
Fue entonces cuando lo comprendí.  No era que habitaras en mis palabras. Es que vives en mi, es tu presencia la que me habita.  
Te veo en mis palabras porque estoy llena de ti y te me derramas por las letras.

viernes, 14 de octubre de 2016

Juegos de infancia.

Aún recuerdo esas tardes soleadas de mi infancia.   Después de comer, comenzaba el ritual de limpiar la mesa y prepararla para comenzar con los juegos.
Si bien, no se si fue una costumbre de siempre, de toda la familia, o si fue una forma de sentirnos en casa en una tierra nueva.

Solo recuerdo que cuando jugábamos en familia, nunca faltaban las risas y las palomitas.  Mientras nosotros preparábamos la mesa, mi madre ponía a saltar en la olla, el maíz que habría de convertirse en la botana.

Recuerdo vagamente cuando vivía en la Ciudad de México que jugábamos con tíos y primos, sentados a la gran mesa que un día hiciera mi abuelo para que todos sus hijos cupieran.

Risas y chistes, acusaciones de trampa, siempre se escuchaban las fuertes carcajadas fuera de la casa.
Al llegar a esta ciudad, recuerdo haber sentido la soledad, el no conocer a nadie, el sentirme encerrada en un lugar nuevo.

En ese entonces éramos tres, solo nosotros tres.  Mamá, mi hermano y yo, en una tierra tan lejana y desconocida.  Sin saber a dónde ir o que hacer.

Entonces, mi madre sacaba uno de los juegos de mesa.  Loterías, damas chinas, había tantos de dónde escoger.
Y así pasábamos nuestras tardes solitarias.
Poco después, comenzamos a conocer a las personas que nos rodeaban y de cuando en cuando venían de visita a la casa.  Entonces, les invitábamos al nuestro tiempo de juegos.

Poco a poco se fue haciendo conocido nuestro gusto por los juegos que muchos de nuestros amigos y vecinos venían ya a esa hora, sabiéndolo de antemano y se unían al juego en turno.  Había incluso ocasiones en las que hubo que hacer votaciones para elegir el juego y como se conformarían los equipos cuando se excedía el numero de participantes.

Pasamos de ser tres solitarios en una casa casi vacía, a tener que poner tablas entre las sillas para que jugaran más de 15 personas.  

Los juegos trajeron amigos, los amigos risas y luz.  Se acabó la soledad y fue entonces cuando este lugar nuevo e inhóspito se volvió mi hogar.

Crecí y los juegos permanecieron en mi vida.  Con mi esposo y nuestros amigos pasábamos tardes y noches divertidos en medio de algún juego de mesa.  Reímos, gritamos, nos acusamos de trampa.  Igual que en los días de infancia.


Hace poco llegué con mi familia a la casa de mis padres.  Después de la comida, mi madre llamó a mi pequeña de tres años y le mostró una sorpresa:  “Mira Abi, mira lo que te compré.   Es una lotería.  Ven, ven conmigo, te enseñaré a jugarla”.  Mis días de infancia se asomaron de entre mis recuerdos.  Con una sonrisa comencé el ritual de limpiar la mesa y prepararla para comenzar un nuevo juego.