martes, 13 de marzo de 2018

Te espero con la lluvia.

Llovía. Lo supo casi antes de despertar. Tenía los sueños mojados y los recuerdos salados. Abrió los ojos lentamente mientras disfrutaba del sonido del agua golpeando rítmicamente el techo y los cristales de su ventana.
Mientras se acostumbraba a la luz, giró su cabeza solo lo suficiente para alcanzar a recordar que el el otro lado de la cama seguía vacío como hacía tanto tiempo. Los malditos sueños le habían engañado y por un solo instante creyó que de nuevo le sentía.

Se sentó en la cama y en lo que buscaba sus sandalias con los pies, alzó la mirada y contempló esa mañana borrascosa. Hacía días que llovía y llovía. Día y noche, sin tregua alguna. El cielo gris, el olor a tierra mojada ya no le hacían sonreír. Las gotas de afuera se unían con las de sus ojos, todo le parecía tan gris.

Con el ánimo de quien ya no tiene nada que esperar, se levantó y puso a calentar agua. Y entretanto esperaba escuchar el silbido de la tetera, se acercó a la ventana. "Qué cosa más extraña la lluvia. Qué ajena..." - pensó. Quiso reprimir un recuerdo de inicio pero como siempre sucumbió a él. Al menos por unos instantes se dejó acariciar por esas dulces memorias que parecían tan remotas, casi irreales. Cuántas veces le recordó con la lluvia, cuántas más casi sintió su calor y su aliento en el cuello mientras le rodeaba con los brazos contemplando juntos la lluvia caer en los negros espejos del asfalto. A veces, una parte de ella sentía como si eso perteneciera a la vida de alguien más, lo percibía, como quien ve en una película una historia ajena.

Pensó, como otras veces, si tal vez hubiera sido mejor no haberle conocido nunca. Siempre se había preguntado qué sería peor; no haber sentido nunca nada o lidiar con lo que sentía ahora. Y como siempre, se encogió de hombros sin dejar que la respuesta alcanzara a llegar por miedo a que no fuera la que quería.

El sonido de la tetera le despertó por un instante de sus ensoñaciones y lentamente tomó una taza para verter el agua encima de un sobre de Chai. Siempre le había gustado el sabor, aunque recordó que había sido un café aquella vez. Tomó la cuchara; dos de azúcar y un poco de crema. Se calentó las manos con la taza en lo que se enfriaba un poco antes de beberlo. Acercó su libreta y comenzó a escribir.

"Hola: Sigo aquí, Aún me encuentro varada en esta casa, en el mismo lugar donde me dijiste que esperara. Creo que aún podrías reconocerme en la mirada si me vieras. Creo que ese brillo regresaría si te reflejaras de nuevo en ellos..." dejó la pluma a un lado. Sintió curiosidad. Se acercó al espejo. ¿Cuánto tiempo había pasado? Las líneas surcaban su rostro, sus párpados estaban caídos, sus labios enjutos, marchitos. Suspiró. Se pasó la mano por el cabello encanecido, con los ojos cerrados recordando días más alegres, recordando sus rostros en esas fotografías, sonrientes, radiantes. Extrañaba tanto sentir sus manos acariciando su rostro. Abrió de nuevos los ojos y desvió la mirada. “Por eso no me asomo nunca por aquí” - dijo casi en un suspiro.

Regresó a la mesa y le dio un sorbo a su té sin dejar de mirar la ventana. ¿Cuándo dejaría de llover? Necesitaba salir de la casa a dejar las cartas. Tomó de nuevo la pluma y su libreta, mirando distraídamente el montón de cartas que estaba a un lado. Lunes, martes, miércoles… siguió enumerando los días hasta llegar al mes y medio. Continuó.
“Recordé aquella tarde de lluvia en la que tomamos café, capuccino, si mi memoria no me traiciona. Sentados en esos banquillos y la mesita redonda. ¡Cómo reímos! ¿Recuerdas?. Aquí sigue lloviendo, van varios días que transcurren iguales uno tras otro. Ojalá estuvieras aquí, hoy voy a hornear algo y tomaré café con canela.” -”Canela, me falta canela. ¡Esta endiablada lluvia que no para! ¿Tendré que irme así? Podría llevar las cartas de una vez” -se dijo, tratándose de convencer para salir en medio de la lluvia. Sabía perfectamente que ya no tenía esos treinta y tantos y que mojarse a su edad podía significar varios días en cama. “No me hago más joven. Vale más que lo haga”.

Se vistió con dificultad y tomó su paraguas. Revisó la alacena para ver si faltaba algo más, lo anotó y salió caminando lentamente, meciéndose acompasadamente como una pequeña barca en el estanque. La lluvia era constante pero ligera, casi una brisa mojada. Cerraría el paraguas para ir más rápido pero temía que las cartas se mojaran, así que fue con el paso lento pero continuo hasta llegar a su destino.

El joven que atendía en el correo, le miró con compasión y pesadumbre. Siempre le había parecido muy triste verla llegar con su montón de cartas. Después de todo, ¿Quién seguía mandando cartas, salvo ella? A veces creía que eso era lo que la tenía viva, otras tantas, refrenaba las ganas que le daban de abrir una y leerla. Se le antojaba que fueran de amor, solo eso haría que alguien saliera andando bajo la lluvia esperando algo, depositando sus últimas ilusiones en un sobre.  Los miró, iguales, blancos, con una caligrafia algo temblorosa pero perfecta.

Le sonrío como lo haría si fuera su abuela y cortésmente le preguntó cómo estaba, qué le parecía el clima y alguna otra cosilla más de las que se dicen cuando intentas ser amable pero en realidad no conoces a la persona. Esa charla “educada” y superficial que nos enseñan desde pequeños. Tomó las cartas y sin mirarlas con atención, le dió las estampillas. Siempre era el mismo destinatario, siempre la misma dirección.

Con serenidad esperaba que pusiera uno a uno los timbres postales con sus manos temblorosas y llenas de años. Seguía sonriendo mientras ella balbuceaba disculpas por la demora. No le causaba problema, aprendió a ser paciente y esperarla. Cuando por fin terminó, le recibió las cartas y las depositó en el lugar correspondiente. Correo aéreo, siempre esperando una respuesta. Ella se despidió y fue a comprar lo que le faltaba. Sobre todo la canela. Nunca se sabe cuándo habrá que preparar un café con canela.

Volvió sobre sus pasos, mientras la lluvia arreciaba. Llegó tan apresuradamente a resguardarse a casa que no vio o tal vez no quiso mirar el montón de cartas atadas con un cordel que se unía a los otros paquetes de sobres de tinta chorreada y escritura ilegible en los cuales solo podía distinguirse el largo sello rojo de cuando son retornados al remitente.

Se cambió las ropas empapadas, colgándolas en una esquina y se frotó los brazos para entrar en calor. Se acercó a la estufa y puso de nuevo agua a hervir. Tenía lista la canela y el café esperando el hervor. Se sentó y volvió a tomar la libreta y la pluma.

“Hola: Sigo aquí donde me dejaste y como cada día te espero bajo la lluvia, pensándote…” Miró otra vez la ventana y entornando los ojos divisó una silueta caminando con dirección a su casa sosteniendo un letrero en la mano. ¿Sería ése el día? Se levantó y puso el café con canela en el agua. Hubiera sido bueno tener leche y la crema se había terminado en la mañana. Igual y ya no importaba, nada importaba ya. Con las manos temblorosas, se sirvió la última taza de café con canela y pluma en mano, siguió escribiendo unas líneas finales esperando en silencio a que tocaran a la puerta.