sábado, 30 de junio de 2018

De lentejuelas y Tragafuegos.

-"¡Mira mamá! ¡Un circo, mira, un circo!  ¡Qué hermoso! ¿Podemos venir?"- Exclama mi hija en el carro, aplaudiendo de dicha y emoción mientras suspiro y en mi mente me recrimino: "Se me olvidaba que no tenía que pasar por esta calle..."

Y fue así, como después de varios intentos fallidos por sacarle la idea de ir, no me queda más que ir hacia el autito que vende los boletos para entrar al circo de barriada que se ha instalado hace casi un mes en la colonia, mismo que había logrado ocultarle hasta hoy.

Si nunca has ido a un circo de barriada, te diría que no te has perdido de nada; ella sin embargo, te diría lo maravilloso que es y quizás, si lo vieras con sus ojos quizás también podrías creerlo.  Así que ponte tus gafas de visión infantil y acompáñanos.

Los circos de barriada, al igual que los grandes circos (pero en menor escala), se presentan como una caja sorpresa con una promesa implícita.  Con su carpa de colores brillantes llena de focos y luces. Si, esa imagen que tu cerebro produce de inmediato cuando lees la palabra circo.  Bendita semántica.
Desde ahí, formados ante la entrada esperando el inicio, los niños y niñas saltan de emoción esperando ver al personaje de moda, prometido en los carteles próximos a la taquilla.
Comienza a llover y nos dejan entrar un poco antes de que inicie y al ingresar,  mi hija deja salir un "uauu" sorprendida por las luces, y el humo producido por las máquinas para crear un ambiente místico y yo, obviamente, solo puedo ver el piso de tierra y las gradas de tablones.  ¿Quién me lo manda? Yo tuve la culpa por pasar por aquí.  Ahora a soportar una hora de intentos de diversión para esperar a otra Frozen de traje percudido y minions que dan más lástima que diversión.  En fin.

Elegimos un lugar para sentarnos (no tan arriba por si hay algún incidente) y seguimos observando.  Mi hija ve payasos, luces, burbujas y baila con la música de fondo.  Yo en cambio pienso en toda la gente que desperdicia su dinero en baratijas y  antojitos, nada apetitosos por cierto, así como en los niños que trabajan ahí.  Me pregunto si serán familiares y sobre todo, si van a la escuela o no, o si es explotación infantil.  Vaya, ¿diversión o sociología?

De pronto se detiene la música y el anunciante comienza dando la bienvenida y mostrando las "Salidas de emergencia" que no es mas que un "Si pasa algo, agarre a su hijo (a), levante la carpa y salga como pueda".   Me da risa, me he vuelto cínica con los años.  Mi hija grita emocionada cuando apagan las luces y se encienden los reflectores  "¡Ya va a empezar, mami!"

Anuncian al primer número y sale un joven acróbata, atlético y sonriente trepando en un tubo y mostrando el control y la fuerza de su cuerpo.  A mi hija le brillan los ojos y boquiabierta se sorprende de cómo puede sostenerse con una sola mano.  Se emociona, aplaude y ríe.  Y yo comienzo a verlo.  Es un atleta.  Entrena, perfecciona su acto y en ese momento, envuelto en un traje rojo brillante con lentejuelas que brillan con las luces, sonríe orgulloso de su trabajo, disfruta de los aplausos, de las miradas expectantes del público. Se entrega a lo que ama.

Viene una contorsionista.  Bellísima, enfundada en un traje con un aire tailandés y mi hija se pone de pie en las gradas para aplaudir cuando la ve ponerse un sombrero con los pies y yo la miro a ella.  La observo y sigo entendiendo.  No es el circo "miado" (como suelo llamarles),  soy yo.
Soy yo que he perdido esa capacidad de asombro.  Quien no se contenta con las cosas sencillas y maravillosas de la vida. Y me di un poco de tristeza.  Vi mi cinismo, mi indiferencia, mi apatía, mi desinterés, contrastado con la euforia de ella y el gozo por lo que observaba.  Sonreí.  "Ya estás aquí, disfrútalo al menos..." pensé.  Y comencé a aplaudir junto con ella, voltéandonos a ver cada que algo nos asombraba, viendo volar en los aros a la trapecista, riendo con el payaso, gritando al ver a los malabaristas y equilibristas y conteniendo el aliento cuando "Samael, el señor del fuego" soplaba las llamas  creando bolas de fuego ante nuestros ojos y apagando antorchas en la boca.  Adultos y niños siendo felices, ofreciendo lo mejor en su actuar y ves su estilo de vida, la libertad en la que viven, su entrega, su esfuerzo.

Se escucha una risa en el sonido del show y mi hija grita al instante: "¡Masha!", salen y debo reconocer que ahora los disfraces son bastante buenos, me encojo de hombros y juntas cantamos con Masha y el Oso.  Para cuando salen los personajes de Coco, ya estamos cantando a gritos "Poco loco" y por supuesto "Recuérdame" extendiendo los brazos y tomando tiempo para abrazarnos.

Salen los artistas a despedirse y aplaudimos felices, complacidas del espectáculo.  Nos tomamos de la mano y caminamos sonrientes al carro y mientras ella me dice todo lo que le gustó,  yo no puedo evitar agradecerle dentro de mi ese bendito viaje al circo, agradecerle que me prestara sus ojos por hora y media para alejarme de mi cinismo y volver a ser una niña de nuevo.
Porque sin duda, el circo, sea como sea, siempre será el circo.

miércoles, 13 de junio de 2018

Sobre Owirúame.

Cada día que avanza en el calendario de mi vida, estoy más y más convencida de cuanto le amo. Owirúame, llegó a mi vida de a poco. Fue una conquista de resistencia. Y a pesar de ello, siempre le he visto como un refugio. Le veo, de pie como un árbol frondoso, brindando sombra deliciosa para resguardarse de los rayos abrasadores del sol, con sus brazos siempre abiertos, recibiendo, cobijando, entregándose. Entre más lo pienso, más similitudes le encuentro. Protegiendo, del sol, de la lluvia, del aburrimiento. Y también, dando fruto. Compartiendo, enseñando, entregándose a los demás.
Sus brazos, cuales ramas, siempre han estado extendidos hacia mí. He disfrutado del aroma de sus flores en la primavera de nuestro amor, he jugado en ellos en el verano de nuestras vidas, mientras reía al sentir el viento y la luz que dejaba colar entre sus hojas. Sabe mezclar perfectamente la estabilidad, la fortaleza y la libertad. Él es mi lugar favorito en este mundo. Si todo se acabara, habría un sitio para mí sentada en sus raíces. Siempre sería mi hogar, el lugar al que mi corazón volvería cada vez.

Él es un lugar de paz, como un mar tranquilo, que arrulla el silencio con sus olas, rítmicas, espumosas, acariciando mi playa, esparciendo sobre mi arena, regalos que trae desde el fondo de su ser, conchitas y estrellas marinas ofrendadas sobre mi, estrellas y lunas reflejadas en sus aguas, borrando además, las huellas de quienes han pisado mi suelo, volviendo a dejar mi alma tersa. Sin embargo, aquellos que conocen el mar, saben que no siempre es apacible y él, tampoco lo es. Me inunda con su pasión desenfrenada, y entonces le miro brioso, potente, incontenible. Se transforma y me acaba, me devora. Y entonces, después de la faena, vuelve a su serenidad, a su vaivén rítmico y tranquilo.

Amo su voz semejante al viento de las montañas. Aquel que acompaña, que habla al alma, que llena el corazón y guarda las palabras y pensamientos para dos. Creo que podría escucharle horas enteras. Y como el viento es libre, su mente también lo es. Viajera, traviesa, pero sobre todo eso, libre. El viento que no puede ser capturado, tampoco sujeta nada por la fuerza, se deja acompañar en libertad, me toma como semilla y me acaricia mientras vuelo con él, deja disfrutar el camino sin preocuparse por el destino. Amo esa libertad con la que vive, ésa con la que sabe amar.

Es una mezcla de fortaleza, de paz, de libertad. Es la naturaleza misma expresándose. La montaña imponente, llena de vida, refugio y protección. La lluvia derramándose, esparciendo vida; la tierra dando sustento, soporte, aroma, fruto. Es viento libre, es palabra, es idea. Es fuego que enciende, que devora, que purifica. Es aire, agua, tierra, fuego, el ápeiron mismo, engendrando, dando vida, siendo origen y destino, indefinible, ilimitable, inmortal.