lunes, 9 de julio de 2018

De las papas hasta Tijuana.

Es curioso como funciona la memoria.   Estoy en la cocina, intentando por primera vez una receta.  Cosa básica dirán las cocineras experimentadas, pero para mí no es cualquier cosa: Son las tortitas de papa de mi abuela.
Nadie había logrado el sabor exacto, ni aún mi madre (con perdón de ella).  Lograban sabor rico, pero les faltaba algo.  O quizás les sobraban recuerdos.
Mi abuela, jamás compartía sus recetas.  No le gustaba que la vieran cocinar.  Aún es un misterio para mí como aprendieron mis tías a hacerlo. Pero por alguna extraña razón, un buen día me enseñó a cocinar dos cosas paso por paso: Su arroz (blanco y rojo) y las tortitas de papa.

Saco las papas, el queso, la sal y el resto de los ingredientes (ya estoy igual que ella...) y me dispongo a comenzar.  Cocí las papas tal como ella me dijo que debía hacerse, evitando lo que se debe evitar y justo cuando comienzo a pelarlas recuerdo la historia que me contó cuando me enseñó cómo se hacían.

Pero mi mente me lleva más atrás de ese día y de la historia contada. Me llevó al día en que velamos a mi abuelo.
El señor Ortiz, como le llamaba mi abuela, era un tipo bonachón y amable con las personas.   Siempre le he visto como un tipo excesivamente paciente, confiado, apacible.  Sin embargo, los excesos pasados le habían dejado un daño irreparable en el hígado y los pulmones y así, un buen día, su cuerpo perdió la batalla contra un cáncer terrible.

Y ahí estaba yo, siendo una niña de 9 años,  sentada en una sala del velatorio del ISSSTE en la Ciudad de México, viendo mis zapatos y el piso.   No quería ver más allá.  Si levantaba un poco más la mirada, alcanzaba a ver las ruedas del soporte de la caja donde yacía el cuerpo inerte de mi abuelo.  No.  Regresaba los ojos cuando alcanzaba a ver un poco las ruedas. Entonces me concentré en ver los pies y piernas de cuantos pasaban por el limitado campo visual que había elegido como protección. ¿Cómo resignarme que no volvería a hablar con él, que no volvería a molestarme cada vez que salía Luis Miguel en la tele?  Entonces los vi.  Y es lo que mejor recuerdo del velorio de mi abuelo.

Alguien fue a buscar a mi abuela que estaba sentada junto a mi. Vi sus piernas de las rodillas hacia abajo, vistiendo un pantalón de cuadritos minúsculos blancos y negros y vi que traía unos zapatos muy viejos con el talón pisado.  Aún no sé porqué traía esos zapatos.  Nunca quise preguntarle, solo recuerdo que sentí una profunda tristeza.  Pensé en cuánto me gustaría salir corriendo a comprarle los zapatos más lindos que encontrara.  Levanté la vista y la vi tan triste, tan acabada y se me salieron las lágrimas.

Pasó el tiempo y nos mudamos de ciudad. Y mi abuela se fue un tiempo con un hermano suyo que vivía en Tijuana.  No sé a ciencia cierta cuánto tiempo estuvo allá, ni exactamente cuándo fue, solo recuerdo que un día que fuimos de vacaciones a CDMX nos enseñaron fotos de mi abuela que había venido de visita desde Tijuana.
Era otra.  Su cabello teñido del rojo borgoña que tanto le gustaba, unos lentes oscuros grandes, falda de lana a cuadros, blusa bonita y unas botas de tacón impecables.  Sonreí.   No lo podía creer, era como si hubiera rejuvenecido. Tijuana le había sentado bien.

Y ¿Cómo diantres se relaciona todo esto con la comida que preparo? Así: Cuando me enseñaba como preparaba la comida, me contó historias de cuando vivió en Tijuana.  Primero trabajó en un restaurante y muriendo de risa, mula como ella sola, me contaba cómo la mamá de la dueña del restaurante, hacía todo lo posible por ver cómo hacía los platillos.   Pero lo que más quería saber, era cómo lograba las tortitas de papa que tanto le gustaban.  Se reía y me platicaba como evitaba que viera, llegando más temprano, preparándolas en casa, echando algún ingrediente al último cuando estaba distraída.  Seguía siendo la niña traviesa de siempre.

Después consiguió otro trabajo con gente muy bien acomodada y volvió fortalecida, con otra visión y sobre todo con el corazón sano.  "Bendita Tijuana", pensé.

Comencé a poner una a una las tortitas en el sartén después de  recibir ayuda de unas manitas traviesas que nunca tuvieron la dicha de conocerla, al menos en este mundo, y sonreí.  Cada vez me sorprendo al darme cuenta de que no dejo de extrañarla.
Sale la primera tanda, y al tal como ella, tomo una para probarlas.  ¡Madres! se me hace un nudo en la garganta, saben igual. 
Sonrío por ese secreto que me dejaste, una receta y una historia de esa bendita Tijuana que te regresó sana y con botas nuevas.


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