viernes, 10 de noviembre de 2017

Lustrando zapatos

Es de noche y como todas las noches, soy el duende noctámbulo que realiza tareas pendientes mientras los demás duermen como personas normales.   Hoy en particular, estoy lustrando los zapatos de mi pequeña hija.  Los miro y pienso: "No tienen ni tres meses y hay que ver como están..."  Tomo uno de los diminutos zapatos y lo pongo en mi mano para verlo, apenas ocupa ese espacio.  Negros, con un moño del mismo material a un lado y su correa de velcro con la pura intención de que se los quite y se los ponga sola.  La punta completamente despintada como suelen ser los zapatos de los niños de su edad que juegan, corren y se arrastran.  Y por supuesto, llenos de tierra y una sustancia pegajosa que prefiero no averiguar qué es.

Los limpio con un trapo primero y entonces lo recuerdo:   Siempre me ha gustado lustrar zapatos.  Bueno, no sé que tan correcta es esa expresión, no sé si es que me gusta lustrar zapatos o que me gustaba lustrar sus zapatos.

Mi padre fue quien me enseñó a lustrarlos.  Teníamos en casa un cajón de bolero de madera con el asa cuya forma era adecuada para que alguien pusiera su pie mientras le lustraban el calzado puesto y dentro, brochas, ceras, cepillos y trapos.  Aún puedo sentir el olor de ese cajón.    Recuerdo sus Florsheim, tenía varios, de muchos colores: verdes, guindas, negros, cafés... y sus botines.  Primero, había que limpiarlos con el trapo, y tomar la lata con la cera del color adecuado y la brocha correspondiente.  Se ponía una cantidad adecuada y con el cepillo comenzabas a frotarlos para darles brillo.  Algunos requerían además un poco de cera de color neutro para acentuar el brillo y al final, después del segundo cepillo, venía el trapo y a darle hasta que rechinara... eso significaba que ya estaban brillantes.

Pero no era la lustrada, era estar cerca de él.  Siempre trabajó demasiado y a veces llegaba muy tarde en la noche, así que yo tenía un ritual que me garantizaba que me dejaran disfrutar un rato más de su presencia: le hacía su café colado en una tetera de porcelana, lustraba sus zapatos y luego se los quitaba para darle un masaje a sus pies.  Qué curioso recordar todo eso...

Casi ninguno de mis zapatos requiere ser lustrado de esa manera, de hecho casi nunca lustro zapatos ya y quizás sea por eso que creo que más bien era solo con los suyos, que era una forma de expresarle cuanto lo amo.  No suelo expresarlo muy seguido de manera verbal.  Así las cosas.

Y vuelvo a la cocina, para terminar de limpiar esos pequeños zapatos y tomo la cera líquida para darles una manita de gato, mientras me sonrío pensando que mi papá jamás aprobaría el uso de ella, ninguno de sus zapatos usó cera líquida.  Cubro todos los raspones y parte de la suela y listo, parecen casi nuevos, preparados para la nueva aventura que aquella princesa traviesa tendrá en la escuela.  Apago la luz y voy a la cama sintiendo el olor de la cera de nuestro cajoncito de bolero.

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