miércoles, 30 de enero de 2019

De cámaras y recuerdos.

Hoy regresé a la casa de mi infancia y a pesar del tiempo que ha estado deshabitada, nunca como hoy la sentí tan sola, tan vacía.

Fui porque en mi proceso de reconciliación con la vida y mi propia historia, buscaba un tesoro; un pequeño trozo de su vida, algo que pertenece a las memorias de mi infancia.
En todos los recuerdos que regresaron después de la muerte de mi padre, aparecía su cámara. Esa cámara, que era casi más un sujeto que un objeto y honestamente, no tengo ni la más remota idea si era buena o no, pero era "La Petri.  Sólo él la usaba y cada foto era elegida cautelosamente.  Primero, porque el rollo tenía un límite de fotos y segundo, porque era SU cámara.
Pienso que quizás por eso nuestras fotos antiguas evocan tantas emociones y memorias, porque eran elegidas, planeadas, irrepetibles y eso lo perdimos cuando todos tuvimos acceso a una cámara digital en una época las fotos son excesivas, vanas y desechables, muchas de ellas.

Mi mamá tenía una Kodak sencilla, de ésas a las que se les colocaban pequeños flashes desechables de cuatro caras.  Tomaba fotos pequeñas, cuadradas y por su sencillez era cotidiana, pero la Petri era otra cosa. Para las fotos de mi papá había que acomodarse, seguir las instrucciones precisas de un padre perfeccionista.  Además, era casi un honor.  Él nunca desperdiciaba fotos.

Por eso quería la Petri.  No recuerdo las vacaciones, las idas al desierto de los leones, las ocasiones especiales sin que ella apareciera.  Me hace casi verlo inclinado, enfocando la lente con una mano mientras miraba a través de ella tratando de capturar ese momento que le parecía valioso conservar.

Sin embargo, no la hallé.  No pude buscar mucho tiempo; me abrumaron los recuerdos contenidos en esa casa.
Las paredes llenas de fotografías, de memorias encerradas me dolieron.  Me detuve con calma a observar las cosas que por costumbre uno aprende a ver sin atención.  Contemplé sus fotos de joven, aquellas que se tomó con mi madre, la foto familiar que odié por ese eterno pleito encarnizado con mi propia imagen, la foto de mi graduación con su cara de orgullo mal escondido por no aceptar la profesión que elegí, la foto de mi boda mientras me conducía al altar.
Fue demasiado.

Sentarme en el sofá frente al televisor donde veíamos películas, pasar mi mano sobre la mesa vacía, más vacía que nunca, sin su jugo de naranja recién hecho, sus frijoles bien refritos y el pan tostado con mermelada de naranja y queso parmesano.   Fue quizás la conciencia de saber que no volveríamos a desayunar juntos
Así que cuando entré en su habitación, solo busqué por encima sufriendo al tocar sus cosas y no sé aún si no la hallé o no quise encontrarla. Simplemente tomé mis llaves, me puse mi abrigo y salí lo más rápido posible.

Y mientras salía, me vino a la mente que el tiempo parecía haberse detenido, al igual que el reloj de péndulo que puso en el comedor, ése que no me dejaba dormir por las noches con su tic tac y sus campanadas.
Pensaba también en lo infantiles que podemos llegar a ser para justificar nuestros deseos.  Yo deseé, en ese instante, mientras cerraba la puerta, poder comenzar la historia a partir del momento en que esa casa se quedó sola.  Darle cuerda el reloj y reiniciar la vida junto con su marcha a partir de ese punto en el que se quedó.  Traerle un jugo de naranja de la cocina y escuchar de nuevo alguna anécdota repetida, entendiendo esta vez el valor que tiene, sabiendo que efectivamente podría ser la última vez, en lugar de decir: "si, ya me lo habías contado..."

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