viernes, 25 de noviembre de 2016

Aurora

No podría decir que soy una persona de amaneceres.  Más bien soy una especie de ser noctámbulo que disfruta de la quietud y el silencio que la noche trae.
Sin embargo la aurora me recuerda la preparación de cosas importantes, sobre todo viajes.

Generalmente me despierto al alba, antes de que comience mi jornada, pero al ser forzada a hacerlo, por los compromisos de adulta, pocas veces aprecio la belleza del amanecer.  Algunas veces es parte del paisaje cotidiano y nada más.  Aquellas que llama mi atención, son las que se muestran extraordinarias, con la luz explotando en colores al combinarse con las nubes.

Sin embargo, recuerdo ver el amanecer en el camino.  Mi padre manejando en la inmensa planicie del norte del país.
Veo asomarse al sol en el horizonte.  Pestañeando igual que yo.  Nos recibimos mutuamente.  La tregua entre la oscuridad y yo comienza, la incertidumbre que me provoca el camino a oscuras termina.

Lo  curioso es que puedo estar en la noche en casa disfrutando de la paz que proporciona, pero de viaje, en el camino, la noche me desconoce y deja de ser mi amiga.  Comienzo a añorar la luz.
Y cuando la aurora se avecina, comienza a llegar la calma, se alegra mi alma.  El sol me llama a la vida.

Escucho las aves en sus primeros trinos, los colores regresa a la tierra, a la hierba.  Se viste de nuevo la mañana, la luz inunda todo el paisaje, lo reconoce.

Todo se torna más bello.  Veo el perfil de mi padre al volante,  delineado  por la luz naciente que dibuja su contorno.  Veo sus manos seguras conduciendo mi camino.  Tomo un respiro y me dejo acariciar por la luz de la mañana.

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