viernes, 4 de noviembre de 2016

Receta de cocina

Cierro los ojos y puedo verla.  Con su cabello rojo y sus manos volando como pájaros en fuga haciendo mil cosas a la vez.

La mesa larga de madera y ella frente a la estufa.  "Abuelita, ¿ya está la comida?" solíamos preguntar, quizás demasiadas veces, hasta que salía mi abuelo a decirnos "Dejen en paz a su abuela" y nos daba alguna tarea larga y entretenida, para que "hiciéramos hambre".

Mi abuela respiraba aliviada cuando nos veía salir.  A ella nunca le gustó que la vieran cocinar. Sumamente celosa con sus recetas y su espacio, incluso con sus propias hijas, no daba secretos de su comida.   Tenía un gran talento para cocinar, así era como consentía.

No había nada que saliera de las manos de mi abuela que no fuera un manjar, desde el café con canela acompañado de pan con mantequilla y azúcar, hasta los más elaborados que la comida mexicana ofrece.  Deliciosos mixiotes, barbacoa de hoyo, tamales de al menos 3 estados diferentes,  Comida de fiesta, comida cotidiana, todo lo que hacía era delicioso, abundante y servido con el cariño de una madre y abuela queriendo consentir a “su gente”, como ella decía.

Cada domingo  lograba reunir sin falta a todos sus hijos con sus familias alrededor de es mesa blanca para darles de comer en tandas.  Primero a sus nietos y luego a sus hijos que se quedaban en la sobremesa mientras los niños jugábamos en el enorme patio de la casa de mis abuelos.
Cocinaba para todos porque decía “al menos que un día mis hijas descansen de la cocina”, para todos los demás era lo mejor de la semana, reunirnos todos a disfrutar las delicias de mi abuela.

Cuánto extrañé su comida al llegar aquí.  Sus manos mágicas que le daban sabor incluso al agua.
Cuando regresaba de visita en vacaciones me decía: ¿Qué quieres mi niña? ¿Que quieres que te haga de comer?
¡Cochinita Pibil, abuelita! Y entonces, mi hermosa abuela, partía al mercado a traer todo fresco.
Elegía la mejor verdura, la carne más fresca, las naranjas mas jugosas, todo delicioso para su nieta consentida.

A su regreso, la cocina se volvía un lugar donde la magia y el amor se fusionaban en forma de comida.  Sus manos, sus manos preciosas lo mismo picaban cebolla, que exprimían naranjas para mezclarlas con el achiote y comenzar a inundar de un  aroma suculento cada rincón de la casa.
Ponía todo en cocimiento para comenzar con su arroz.  El que todos disfrutaban y que nadie sabía exactamente como preparaba.

Después se escuchaba su voz diciendo: “ya, ¡a  comer! vayan a lavarse las manos.”  y como caballos en tropel corríamos para ser los primeros en sentarnos lo más cerca de ella que pudiéramos.

Un día, siendo yo más grande, la veía cocinar de lejos sentada en la mesa del comedor, platicando con ella a una distancia respetuosa mientras guisaba. Entonces me llamó y me dijo “Ven, te voy a enseñar a hacer arroz”  Yo no lo creía.  A nadie quiso enseñarle así.  Me levanté rápidamente y me acerqué a ella.

Me dijo: “ Haremos  rojo y blanco, para que sepas hacer los dos”  Y entonces tomó mis manos y se puso detrás de mí.  Me dijo: “Huele.  Así huele cuando está listo para ser arroz blanco”  
Cuando comenzamos con el rojo me dijo: “No te asustes, parece que se quema pero no es así.”


Y entre risas y recetas pasamos toda la tarde junto a la estufa, cocinando uno de los más bellos recuerdos, al lado de mi querida abuela.

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