Cada noche, ella salía a tener la cita acordada. Se sentaba bajo el cielo estrellado a platicarle su día.
Algunas veces, le cantaba alguna de sus canciones. Otras, le leía un poco de poesía. Y muchas otras, solo se contentaba con pensarle y decirle cuanto le amaba.
Puntual a la cita, siempre se encontraba ahí, encomendando a la luna llevar su mensaje directo a su amado, mandando suspiros al aire para que llegaran hasta donde él estaba.
Terminado el tiempo, se incorporaba y con una sonrisa se despedía enviándole un beso. La luna, les miraba desde lo alto envidiosa. Cansada estaba de ir y venir trayendo mensajes de tantos enamorados. Se sentía sola. Miró con desdén a estos enamorados y decidió dar la vuelta y mirar hacia otro lado. Se cubrió con una manta de nube y guardó cada día los mensajes que ella le mandaba.
Él se desesperaba en la desdicha. Se sentía tan olvidado. Hacía tanto tiempo que no le llegaba ni una palabra, o un verso, ni siquiera un suspiro pequeño. Extrañaba cada uno de su besos. Miraba expectante a la luna, esperando que llegara algún breve mensaje. La pálida dama, esquivaba las miradas y se movía ágilmente, escurridiza. Ella no entendía porque había tanto silencio y olvido.
Él se cansó de esperarla. Ella de su olvido. Dejó de salir a la cita, comenzó a olvidarse de la poesía. Guardó cada uno de los suspiros y los besos.
La luna les miraba desde el cielo. Parte de ella sentía remordimiento, la otra pensaba que era lo justo, que era la vida y que no tenía porque ser su mensajera. La pálida dama se dio la vuelta, indiferente a la desesperación en que los hundía convenciéndose que era parte de su naturaleza voluble y caprichosa.
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